Elmer Isaac Francis
elmer.francis@uartes.edu.ec
Esta segunda obra de Francisco Santana fue publicada por la editorial “La caída” en 2019. El texto aborda la historia de Santein, un hombre negro que trabaja como periodista en la ciudad de Guayaquil, en cuyas calles tiene que maniobrar. Al mismo tiempo, el narrador personaje lidia con las continuas relaciones sexoafectivas que, de manera paulatina, lo van marcando, además de enfrentar el tedio tan característico de la ciudad que busca agobiarlo.
Ser pobre no tiene nada de glamuroso, decía. Andar con calzones rotos y el culo sucio, no ayuda a nadie, solo te hace peor persona. Quería salvar el alma a su manera. Cuando se fue le dije: No me tuviste paciencia. Mi corazón siempre ha sido mi enemigo. Pero mi corazón compensa mis defectos. Y ella lloró. Yo también lloré cuando Cecilia ya no estaba. Pero no se lo dije. Soy un cobarde, lo sé. Cuando lea esto, también ella lo sabrá.[1]
Es imposible leer a Santana sin pensar en el realismo sucio, la desacralización de la vida cotidiana, que deja de lado escenificaciones glamurosas o complejidades lingüísticas en su prosa, pues esta es una obra que tiene bases muy concretas que son difíciles de ignorar. Los referentes de Santana son claros: es obvio que ha leído a Bukowski e intenta emular su estilo como base: la marcada narración en primera persona y el personaje estereotípico de un hombre agotado con la vida y con el acto de amar y ser amado. Por otro lado, también es notable la influencia de Pedro Juan Gutiérrez, escritor cubano, autor de Trilogía sucia de la Habana, en la que se aborda una temática similar en la que el personaje se ubica en una ciudad que lo vio nacer y crecer. Santana no trata de ser sutil al respecto, desde el título nos advierte con la etiqueta de «historia sucia» y esto se demuestra con el uso de un lenguaje que muestra la crudeza de la realidad que se vive en este tipo de ciudades.
El argumento que se trata de vender, o que al menos logramos encontrar en la contraportada de la novela, es el siguiente: «es una confesión indiferente… de un hombre negro en Guayaquil». En definitiva, es una confesión, aunque de indiferente no tiene nada. El personaje principal sufre constantemente por sus decisiones, confiesa sin tapujos su vida, pero no deja de revolcarse en el malestar que le provoca cada mala decisión. Narrativamente se vuelven intrascendentes sus confesiones: da igual leer su primer fracaso amoroso o el último, tanto es así que los personajes secundarios, que llegan como intereses amorosos, tienen idéntica voz narrativa o terminan invisibilizados. El lector se encuentra inmerso en una narrativa tediosa y repetitiva, y la única pregunta que surge es: ¿Cuándo va a terminar esta historia?

Yerra Salvador Izquierdo, autor del texto de la contraportada, en decir que es una historia de un negro en Guayaquil, pues el color de piel del protagonista y narrador no hace ninguna diferencia en el transcurso de la novela. El narrador solo menciona su negritud dos veces, y esa marca termina siendo totalmente intrascendente en la narración: «[…] es que el negro no puede vivir tranquilo»,[2] lo que se extiende hasta la forma en la que el personaje aborda la ciudad, pues esta podría ser cualquiera. Aunque existen ciertos guiños en el estilo de narrar que pueden hacer sentirnos en Guayaquil, como la agobiante narrativa y algunos lugares fáciles de identificar si conoces la ciudad, no es la experiencia de vivir en Guayaquil lo que leemos; es más bien el acto de deambular en una ciudad cualquiera en la que hace calor.
¿Por qué leer esta novela? Decía Plinio el Viejo que «[…] ningún libro [es] tan malo que no fuese útil en algún apartado».[3] Entonces, a lo largo de la novela hay un punto que se destaca con fortaleza y es el lenguaje que usa Santana para abordar las temáticas que van apareciendo. El dialecto del habitante guayaco popular se entiende y digiere como plato criollo, hace que el lector piense que está escuchando hablar a un transeúnte más de la ciudad. Definitivamente, el lenguaje es un punto que vale la pena tomar en cuenta cuando se lee esta obra, no solo por cómo lo emplea, sino por la manera en que forma una voz interna que no para en ningún momento.
Algunos cretinos se toman demasiado en serio esas pendejadas, que se dedican a escribir informes sobre el comportamiento de quienes intentamos vivir una vida un poco más alegres y ligeros… A muchos les da por sufrir y viven pendientes de lo que sucede en la vereda de enfrente, y se les olvida lo que sus perros cagan en su propio jardín.[4]
Este tipo de reflexiones muestra la inmediatez de quien vive en una gran urbe que está en movimiento perpetuo. De igual manera, sus pensamientos saltan de un lado a otro, sin intención de tomarse un momento para dejar respirar al personaje o al lector. En los planos narrativo y emocional, el protagonista no para de deambular y su historia tampoco. No busca algo o alguien en específico más allá de lo que pueda dar la experiencia misma de vivir una vida dionisiaca que da como resultado una sabiduría “callejera” y cínica. Pero esa misma razón, el nomadismo del personaje genera hostigamiento: vemos a Santein cometer los mismos errores una y otra vez sin llegar a ningún punto, de modo que la lectura se transforma en el mismo agobio que sufre cualquier transeúnte de la ciudad de Guayaquil. La duda que le provoca al lector recae en preguntas sobre la intencionalidad del autor al momento de escribir la historia. Quizá Santana buscaba compartir la experiencia de caminar por la ciudad, sufriendo del calor, el ruido y el bochorno que la caracteriza y produce desesperación en sus habitantes. Queriéndolo o no, logra transmitir la ausencia de aprensión que provoca una ciudad-metrópolis, pues la suciedad de la urbe se mimetiza en quienes la recorren.
Santana ha escrito un texto que hace del lector su presa, uno no devora el texto; en este caso, uno se siente consumido por él. Se genera gran frustración ante el ciclo vicioso que parece no llevar a nada y hace al lector cuestionarse ¿vale la pena seguir con esta lectura? A lo largo de las páginas de Historia sucia de Guayaquil, experimenté conflictos e incluso pensé en abandonarla, dadas las repetidas escenas de sexo y alcohol, y no por puritanismo, sino por aburrimiento. No hay sorpresa, ni punch line. El libro termina como comienza. No es subversivo, excéntrico y, en nuestra contemporaneidad, tampoco es disruptivo.
Referencias bibliográficas
Plinio el Joven. Cartas. Madrid: Gredos, 2005.
Santana, Francisco. La piel es un veneno: historia sucia de Guayaquil. Cuenca: La caída, 2019.
Notas
[1] Francisco Santana, La piel es un veneno: historia sucia de Guayaquil, (Cuenca: La caída, 2019), 108
[2] Santana, La piel es un veneno…, 103
[3] Plinio el Joven, Cartas, (Madrid: Gredos, 2005), 161
[4] Santana, La piel es un veneno…, 76
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