Lourdes Alexandra González
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Publicado en 2016 y traducido a más de quince idiomas, Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez, se ha consolidado como uno de los exponentes más destacados de la narrativa contemporánea latinoamericana. A través de doce cuentos, Enríquez explora los miedos que acechan en la cotidianidad, tejiendo una narrativa inquietante y reconocible que desafía al lector a enfrentar las oscuridades más íntimas y sociales.
Uno de los puntos fuertes de la autora del libro es su habilidad para convertir lo cotidiano en escenario de horror. Los espacios urbanos, como calles, patios y barrios, no son simples telones de fondo; son entes vivos que reflejan el deterioro social y psicológico. En “El chico sucio”, por ejemplo, cuento que inaugura la colección, el barrio de Constitución, en Buenos Aires, se convierte en un protagonista silencioso. Con descripciones precisas, Enríquez captura su violencia, pobreza y abandono, y transforma el barrio en un lugar donde la vida y la muerte coexisten brutalmente. Este entorno influye directamente en los personajes, amplifica sus tragedias y se convierte en un reflejo palpable de la marginalidad en las grandes ciudades.
Además, la autora argentina da voz a personajes femeninos que transitan entre la vulnerabilidad y la resistencia. En el cuento homónimo, “Las cosas que perdimos en el fuego”, se aborda la violencia de género desde una perspectiva desgarradora pero transformadora. Aquí, el fuego simboliza tanto la destrucción como la purificación. Las mujeres, víctimas de ataques machistas, se autoinmolan como un acto de resistencia, reclamando su poder y haciendo visible su sufrimiento. Este relato es una crítica social que, lejos de hacer caer en el victimismo a sus protagonistas, reivindica la fuerza colectiva de las mujeres para transformar el dolor en una declaración de autonomía:
No se va a detener, había dicho la chica del subte en un programa de entrevistas por televisión. Vean el lado bueno, decía, y se reía con su boca de reptil. Por lo menos ya no hay trata de mujeres, porque nadie quiere a un monstruo quemado y tampoco quieren a estas locas argentinas que un día van y se prenden fuego y capaz que le pegan fuego al cliente también.[1]

Por otro lado, cuentos como “Fin de curso” indagan en la conexión entre lo visceral y lo emocional. A través de la relación de una joven con una compañera que lidia con problemas psicológicos, se ofrece una mirada incómoda pero necesaria de la salud mental y la percepción social de la locura. Este relato no solo genera empatía, sino que confronta al lector con los prejuicios y silencios que rodean este tema.
Entre los recursos más característicos de Enríquez se destacan las atmósferas opresivas, construidas con descripciones minuciosas que intensifican la sensación de peligro. Los espacios físicos no solo contextualizan la trama, sino que también transmiten estados emocionales y refuerzan el impacto del horror. Igualmente importante es el cuerpo como campo de terror: imágenes gráficas de enfermedades, mutilaciones y deformidades confrontan al lector con el dolor físico, y generan repulsión y miedo.
Otro elemento clave es la ambigüedad. La voz narradora juega con lo inexplicable, sugiriendo posibles influencias sobrenaturales sin llegar a confirmarlas. Para ello, introduce en la historia elementos reales o ficticios, pero siempre verosímiles, lo que genera un estado constante de incertidumbre. Un ejemplo de esto es “El patio del vecino”, donde la aparición de una figura enigmática nunca se esclarece por completo, dejando al lector atrapado entre la realidad y la imaginación:
En algún momento de la madrugada, sin embargo, vio que alguien, muy pequeño, estaba sentado a los pies de la cama. Pensó que sería Eli, pero era demasiado grande para ser un gato. No veía más que una sombra. Parecía un niño, pero no tenía pelo en la cabeza, se distinguía la línea clara de la calva, y era muy pequeño, delgado.[2]
En conjunto, Las cosas que perdimos en el fuego es una obra para pensar en las violencias estructurales y los traumas colectivos que habitan en nuestras sociedades. La habilidad de su autora para entrelazar lo real y lo macabro, y lo íntimo y lo social convierte a este libro en una experiencia literaria tan perturbadora como imprescindible, que lleva al lector a un territorio donde lo cotidiano se transforma en una pesadilla reconocible y donde el terror constituye una herramienta para denunciar, reflexionar y resistir.
Referencias bibliográficas
Enríquez, Mariana. Las cosas que perdimos en el fuego. 1.ª ed. Barcelona: Anagrama, 2016.
Notas
[1]Mariana Enríquez, Las cosas que perdimos en el fuego, 1.ª ed. (Barcelona: Anagrama, 2016), 195.
[2] Enríquez, Las cosas que perdimos en el fuego, 137.
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