Christian Delgado
Busque siempre nuevas sensaciones. No le tema a nada… un nuevo hedonismo:
eso es lo que nuestro siglo necesita.
Cualquier apasionado de la literatura ha escuchado el infame nombre del protagonista de la obra que nos ocupa. Desde lo abstracto, se lo relaciona con lo acaudalado, lo elegante y lo vanidoso. No obstante, para Oscar Wilde, el nombre de su invención sintetizaba el basto cúmulo de ideales que alimentaron su imaginación desde temprana edad. Así, Dorian Gray representa, simultáneamente, la belleza, la erudición y el desparpajo de la Grecia clásica. Un joven con esas características solo podría vivir bajo la máxima del dandismo: la persecución eterna de la juventud y la belleza.
Precisamente es esta filosofía lo que lo arrastra a su dulce condena. Tras ser retratado por su amigo, quien tendrá sentimientos homoeróticos por él, Gray se exaspera febrilmente al considerar la idea de envejecer, por lo que, como si de magia negra se tratase, provoca que su alma sea prisionera del cuadro, mientras que él conserva la lozanía inmaculada de la juventud:
Es triste pensarlo, pero no hay duda de que el genio perdura más que la belleza. Eso explica que pongamos tanto empeño en sobreeducarnos. En la salvaje lucha por la existencia, queremos tener algo que perdure, y así nos llenamos la mente de basura y de hechos con la necia esperanza de mantener nuestro puesto.[1]
Evidentemente, tal “maldición” viene a ser una gloriosa invitación para que nuestro protagonista dé rienda suelta a sus más fieros deseos bajo el adoctrinamiento de su único amigo y mentor, Lord Henry. Sin embargo, después de ciertos sucesos inherentes a su comportamiento, Dorian Gray se percata de que el retrato de su rostro ha cambiado, mientras que las facciones de su cara, en el mundo real, permanecen intactas. De manera indefectible, el cuadro pasa a ser un reflejo del alma de nuestro protagonista, que se verá mancillada en proporción a sus malos actos. Dicho esto, ¿se podría colegir que El retrato de Dorian Gray (1890) es una gran moraleja?

Para empezar, la pugna entre lo moral y lo amoral es una piedra fundamental en la construcción de la presente historia. Este conflicto se representa a través de la relación del protagonista con sus dos amigos más íntimos: Basil Hallward, un pintor en ascenso, y Lord Henry, un adinerado cínico. El primero siempre ha de cuestionar las decisiones más polémicas del joven Gray; mientras que el segundo no solo las ha de justificar, sino que las aplaudirá. De este modo, Henry pasa a ser una influencia directa para Dorian, instruyéndolo en el fino arte del goce y el exceso. El culmen de dicha educación sentimental sucede cuando el maestro le obsequia un libro específico a su pupilo, quien terminará de abrir sus ojos y concientizarse de la pérdida de su inocencia.
Por lo anterior, la pérdida de la inocencia es algo que todos los seres humanos experimentamos. No obstante, no somos conscientes de que ello esté ocurriendo en el momento; al contrario, para cuando nos percatamos de esto, los años han pasado ya y rememoramos, con cierta nostalgia, las tiernas épocas en las que la perfidia todavía no había imbuido sus efectos en nuestro corazón. En contraste, debido a la “maldición” de su retrato, Dorian Gray siempre fue consciente de la corrupción de su alma. Es decir, a diferencia de lo que usualmente ocurre, él pudo aceptar dicha pérdida u oponerse a ella, pero fue más allá, pue se regodeó en ella, volviéndola elemental en la construcción de su identidad.
Eso sí, tal corrupción, en el singular caso de nuestro protagonista, viene acompañada de goces intelectuales sin parangón. No es cosa extraña que el saber sea un puente hacia lo inmoral para una sociedad conservadora. Además, el mismo Lord Henry es quien asevera que un ser civilizado es un ser invariablemente corrupto y que quien no se ha corrompido es porque carece de educación. Asimismo, claro está, el estatus y holgura económica que posee Dorian Gray le dan carta blanca para que sus vicios, pese a serlos, se deslinden de la vulgaridad con la que son observados los adictos al opio que pululan por los puertos.
De este modo, Dorian Gray lleva la vida de lo que Roberto Bolaño (en concordancia con Lord Henry) definiría como el “poeta poeta”. En otras palabras, se trata de una existencia concentrada en el hedonismo y en la que el sujeto no procura consumir arte, sino encarnarlo.
Pero el hombre jamás recupera su juventud. El alegre latido que palpita en nosotros a los veinte años va debilitándose […] Degeneramos en horribles títeres perseguidos por el recuerdo de las pasiones que nos dieron demasiado miedo, de las exquisitas tentaciones ante las que nos faltó valor para ceder.[2]
En contraparte, tal dicha conlleva un precio muy alto y es que, en la novela, quien ha llevado una vida así ha de perder, invariablemente, su alma. Esta repercusión es el dilema fundamental al que se ha de enfrentar nuestro protagonista: ¿la juventud eterna o una vida tranquila?
En conclusión, podría decirse que la vida de Dorian Gray tiene todos los componentes de una fábula (salvo la personificación de animales, claro) y que su historia no es más que una atípica moraleja. No obstante, tratándose de Oscar Wilde (encarcelado en su tiempo por inmoral) esto resulta extraño. Y es que fue la postura del protagonista lo que nos lleva a pensar en lo moral, mas no las decisiones que tomó. Ante esto, podemos pensar en su mentor, Lord Henry, quien lleva una vida similar con la diferencia de que acepta con estoicismo el precio a pagar a cambio de una existencia repleta de placeres: “[…] sólo hay una cosa en este mundo peor que el que hablen de uno, y es que no lo hagan”.[3] Por lo tanto, el miedo y la hipocresía del retratado son lo que hacen de la historia una moraleja, mientras que el estoicismo y cinismo de Lord Henry evidencian la profundidad detrás del goce desmedido y sus consecuencias, asumidas desde un principio, en una obra tan desafiante como El retrato de Dorian Gray.
Referencias bibliográficas
Wilde, Oscar. El retrato de Dorian Gray. Bilbao: Astiberri, 2012.
Notas:
[1] Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, (Bilbao: Astiberri, 2012), 22
[2] Wilde, El retrato…, 33
[3] Wilde, El retrato…, 12

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